POLVOS CHINOS
Jueves, el día de las chachas ¡uff! Que calor. Agosto transcurría en todo su esplendor; había que ser un atrevido salir a la calle a la hora de la siesta. El sol implacable te acogotaba el pescuezo, pero no se podía negar. Su mujer Betty era cansina a más no poder y se le había metido en la cabeza durante el verano, de vacaciones, hacer pulseras para entretenerse. Los moros por la playa las iban vendiendo a un euro y ella ducha en trabajos manuales no se le pasaba por la cabeza tener que pagar esa cantidad por una pulsera pudiendo hacerla ella. ¡Por Dios que derroche! Murcia, San Pedro, el mar menor; es inaguantable el calor que hace. Hasta las gaviotas piden auxilio.
–Vale, después de comer te llevo al chino y compras las bolitas y el cordel que necesites y me dejas en paz cariño. –le dijo Kevin a Betty harto de escuchar el mismo soniquete todo el rato: –me aburro cariño le repetía una y mil veces. Habían alquilado por 2500 euros un adosado en primera línea de playa todo el mes de agosto. Tenían dos hijos, Tommy y Louis, de 12 y 15 años respectivamente. A esas horas y a todas, no daban problemas; tenían la Xbox y si te he visto, no me acuerdo. Dos veces pasó Betty por delante de Kevin y dos veces le tocó el culo pausadamente sintiendo sus glúteos en forma de pan de hamburguesa y alzándole el vestido para ver qué modelo de braguitas se había puesto después de ducharse y quitarse la sal del mar mientras preparaba el grill para freír chuletas de cordero. – ¿Te apetece unos berberechos y unos mejillones de aperitivo mientras se hacen las chuletas? –exclamó Kevin afirmando Betty con un gesto y una sonrisa conspicua. Era perfecto el momento, el toldo del patio tapaba el poder del sol y formaba un opaco ambiente que mezclado con el jazminero en flor, te relajaba y te hacía sentir plenamente que estabas de vacaciones y recargando pilas. Llamaron a los chicos y se fueron comiendo las chuletas según iban saliendo de la plancha. Un par de rajas de melón, un café y un ron con hielo repetido, le dieron fuerzas para cumplir la promesa y llevarla al chino a comprar los abalorios. Con la panza llena se armó de valor y subió al cuarto de baño superior a ducharse. Puso el CD de Coldplay y buscó la canción «viva la vida» se sentía feliz, con mejores ganas de echar un polvete a la hora de la siesta que tener que ir al chino. Cuando salió de la ducha su mujer ya estaba en el dormitorio medio desnuda vistiéndose para salir. Kevin no se pudo contener y la pilló por detrás, su miembro erecto justo en el medio, sus manos de pulpo sobre sus tetas aceptaron la palabra como animal de compañía, (broma con jajaja) –Luego cariño, esta noche– le dijo Betty cortándole el rollo. Kevin suspiró, se cogió con la mano el pene y mirándolo dijo: –Tranquilo gordo, la venganza se sirve en plato frío. Y los dos exaltaron una sonrisa. Optó por no afeitarse; su mujer le había dicho que le quedaba bien la barba de tres días. Se puso su polo de la Martinica rojo, los bermudas vaqueros desgastados y unas deportivas blancas sin calcetines. Se miró al espejo mientras se perfumaba encontrándose interesante casi, llegando a guapo. Se pegó un último lingotazo de ron y salieron a coger el coche. Kevin se sentía insultante, haciendo y diciendo bromas todo el camino hasta que llegaron al almacén de abarroterías chinas. Cuando entraron en el comercio Kevin sintió un placer por la temperatura que había. Nada más entrar a la derecha, se encontraba el mostrador con una china de unos 30 años bellísima; parecía la prota de las «Dagas Voladoras» Un poquito más atrás un chino joven traspuesto, sin cortarse un pelo de que la gente le viera durmiendo. – ¡Qué suerte! – La tienda estaba casi vacía. Una mujer de mediana edad con un vestido suelto jaspeado con tonos marrones y amarillos se encontraba mirando en un expositor rotatorio bolsitas que contenían figuritas y accesorios para hacer pulseras; había decenas de ellas. A unos diez metros más hacia el fondo, en el pasillo central, un hombre alto con cara de amargado sujetando un carro que contenía diferentes cacharros y objetos se mantenía inmóvil. Calvo, desgarbado, su mirada indefinida; curtido en las hazañas de ir de compras con su mujer sin pestañear lo más mínimo. Betty no se fijó donde se encontraba lo que ella estaba buscando y entre gestos y un español distinto intentaba explicarle a la china lo que quería. Kevin quería interrumpirla pero Betty no cesaba en su empeño y no se lo permitía. Hasta que la cogió del brazo y la señaló el expositor, la mujer que estaba mirando se percató y se cruzaron sus miradas. Betty hizo una exclamación resolutiva y se dirigieron al expositor que contenía su sueño de manualidades de verano. El ya famoso expositor era un nido de dudas, las dos mujeres miraban, descolocaban y volvían a mirar y tocar las múltiples bolsitas. Había de todos los colores, de todas las formas geométricas y de diferentes diámetros. A un metro de ellos abajo, en una estantería, se encontraba los carretes de cuerda donde introducir los abalorios; este año por lo visto se lleva el tono fosforito en verde y naranja. (Risas) Kevin, se puso al lado de la mujer y ella lo miró fijo a una cuarta de su cara abriendo los ojos y aspirando profundamente el perfume que desplegaba Kevin, Betty no se dio cuenta del detalle. Kevin, la sonrío y ella le cumplimentó con otra sonrisa, miró a su marido que seguía inmóvil, petrificado; como si de un mimo estático se tratase y rozó a modo de sin querer su pecho contra el costado de Kevin situándose delante de él. Betty a su rollo, estaba en su salsa. –Joder Betty decídete ya – le dijo Kevin. – Contigo no se puede ir a ninguna parte, llevamos cinco minutos y ya te quieres ir, anda, sabes lo que puedes hacer, pregúntale a la china donde tiene cierres para los sujetadores y búscamelo, que se me ha roto. –Le contestó Betty poniendo esa cara que poco le gustaba a Kevin. Kevin por su parte, a modo de complacencia y hacer algo, y no permanecer parado al lado de su mujer cabreado, prefirió buscar el broche de cierre preguntándole a la china que le dijera en que pasillo se encontraba el susodicho broche. La china después de observar a Kevin los gestos y las palabras le dijo que mirara en el pasillo derecho contra la pared, en el medio. Pasó por delante del hombre resignado sin mirarle, este era todo un poste de la luz capaz de soportar lo que le echen sin inmutarse. Empezó a mirar sin encontrar nada: arriba, abajo, a la izquierda y a la derecha; no lo veía, cuando de pronto apareció la mujer del vestido jaspeado que se puso delante de él medio agachada. Sus pechos pronunciados sobre salían y los ojos de Kevin no guardaron respeto; el ron le descaraba y se fijó por unos instantes en ellos. –Uff– exclamó Kevin a media voz, suficiente para que ella lo oyera y sonriera. – ¡Joder! ¿Donde están los putos cierres para sostenes? –Yo también lo estoy buscando– dijo ella. Kevin sabía que su marido estaba en el medio de los pasillos, justo en el centro de la nave comercial y el silencio del vacío le corroboraba su intuición. – ¡Ah! Por eso no llevas sujetador– le dijo Kevin sin cortarse un pelo sintiendo su pene en crecimiento. Ella estiró las cejas, miro sus tetas y dijo: –si, hoy no llevo– Kevin sentía la adrenalina fluir por su cuerpo y se puso detrás de ella donde su vista acaparara la perspectiva de medio local y ver quien podría venir. Ella no se movió, estaba dando la espalda a Kevin que armado de valor y descaro, metió la mano derecha por debajo de su vestido a la vez que con la izquierda disimulaba dirigir una duda. Ella no se inmutó, se dejó hacer. Sus dos rostros miraban hacia la entrada del local y nadie aparecía por el pasillo de la pared donde se encontraban. La mano de Kevin se deslizaba por su culo frotando repetidamente los dos glúteos de ella por encima de las bragas. Puso su mano en el medio de su chochito y la movió lateralmente intentando que ella se abriera de piernas y así poder llegar a introducirla el dedo medio y metérselo despacito. Ella seguía dejándose hacer y profirió un gemido cuando notó que el dedo de Kevin abría los pliegues de su chocho y entraba libre por la humedad que se desparramaba por todo su órgano. ¬– Cuenta diez y sígueme– le dijo Kevin controlando el momento y excitado como un burro. Se dirigió hacia el fondo donde se encontraban los artículos más grandes como persianas, barreños y muebles de jardín echando una visual hacia la entrada viendo a Betty seguir en su empeño sin ponerse recta e ir echando en cubículo piezas. El marido de la mujer con vestido jaspeado y húmeda en sus partes permanecía en la misma posición que la última vez lo vio Kevin; eso es un marido ejemplar se dijo para sí Kevin. Se escondió detrás de un armario de PVC de jardín de un metro y medio de color gris y con la mano atrajo a la mujer que había cumplido sus requisitos y quería seguir con la fiesta. Cuando estaba a medio metro de él, la cogió de la mano y de un tirón la llevó contra su cuerpo justo en el medio del armario, la cogió por la cintura y la besó en la boca donde su lengua locuaz no permanecía quieta en ningún sitio buscando el contacto de sus lenguas y saboreando el placer que les daba. Las manos de ambos no permanecían sordas; parecía que ambos sabían que el tiempo apremiaba y no querían perderlo. De un giro brusco Kevin la puso de espalda y se agachó subiéndole el vestido y lamiéndole todo el culo y palpándole con la mano su vagina por encima de una braguitas blancas con cinturilla de encaje. Ella resoplaba, jadeaba, y gemía complaciente y sibilina. Kevin le bajó las bragas y ella le ayudo a quitárselas moviendo los pies para facilitarle la acción. Las olió cerrando los ojos y aspirando, se las guardó en el bolsillo de atrás de los bermudas vaqueros. Se puso de rodillas y empezó a comerla el culo introduciendo su lengua a impulsos mientras su dedo gordo entraba y salía de su raja húmeda emanando fluido vaginal que aumentaba aún más el lívido de Kevin. – ¡Irene! ¡Irene! ¿Dónde estás? – Se oyó al fondo una voz metálica. Kevin se bajó los bermudas, el slip y la puso mirando para Pamplona. Irene se puso horizontal con el culete en pompa y abrió más las piernas para que la polla de Kevin entrara mejor. Antes de metérsela Kevin echó una visual sacando media cabeza por el armario de PVC viendo como el marido de Irene la buscaba incomprensiblemente. – Cállate y no jadees, tu marido nos puede pillar– Kevin se colocó el pene ayudándose de su mano derecha y se la clavó de un impulso brusco, Irene incontenible gimió un grito y Kevin como un perro tentando a la providencia empezó a metérsela sin parar. – Que Dios reparta suerte y que a mí me toque que, como nos pillen, ¡Madre mía! La que se va a liar. – Kevin notaba que Irene no se podía sujetar las ganas de gritar por el placer que le estaba viniendo por lo que la tapó boca con la palma de su mano derecha mientras la seguía enculando. La voz del marido de Irene buscándola se oía muy cerca de ellos. Justo en el mismo momento que Kevin se la sacaba corriéndose encima del culo de Irene, que sin querer se dio la vuelta y Kevin tropezó cayéndose para atrás encima de un montón de barreños y palanganas de plástico que se encontraban detrás de ellos formando un estruendo sonoro. – ¡La madre que me parió! – se dijo para sí Kevin con los pantalones y el slip bajado totalmente derrumbado boca arriba viendo que el marido de Irene aparecía en la película. – ¡Señora, no hace falta que me empuje, joder, si le gusta este mueble, pues «pà» usted! Exclamó vertiginoso Kevin subiéndose el slip y los bermudas sin poder tener tiempo en abrocharse y ponerse el polo por encima pensando que esa escena podría variar lo sucedido y el marido de Irene no quisiera interpretarlo de otra manera. Irene ávida y lista –como son las mujeres– vámonos cariño, no hagas caso. Y se fue camino de la caja sin bragas y con una expresión en su cara donde si alguien la preguntara no sabría si sube o si baja. El chino dormilón apareció en escena, Kevin le pidió disculpas y se encaminó al lugar donde impertérrita continuaba Betty a su royo. Kevin todo resuelto y mordaz la encrespó la tardanza en terminar de escoger las gilipolleces de abalorios y su puta madre. Esa noche Betty le dijo que es lo que le pasaba, por qué le había dado un gatillazo y él lo achacó al calor que hacía y a la mala tarde en el chino que había pasado. El olor del flujo de Irene en sus braguitas permaneció días y días…
El cierre del sujetador no tuvo importancia porque el chino no tenía ese material.
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