Relato Erótico 32

LA OTRA

A nadie le pareció raro que Eva y yo nos fuéramos a vivir juntas. De pequeñas, éramos vecinas, fuimos juntas a la escuela y éramos compañeras de juegos y muy buenas amigas. Compartíamos los mismos gustos musicales y literarios y nos conocíamos a pleno. Y en nuestros planes adolescentes estaba que, al acabar los estudios, iríamos a recorrer el mundo y siempre seríamos amigas.

A la hora de irnos de casa de nuestros padres, no lo dudamos: vivir juntas hasta acabar las carreras universitarias era la mejor opción. Así lo hicimos, alquilamos un apartamento pequeño, donde debíamos compartir el único cuarto que había. Nos organizamos bien; diferentes horarios de clases permitían que cada una se ocupara de diferentes tareas domésticas y que la casa quedara libre varias horas para los encuentros que cada una quisiera tener con el sexo opuesto. Eva tenía novio, yo no. Se le daba con facilidad eso de comunicarse con los muchachos, era muy atractiva, simpática y conversadora. En cambio, a mí la timidez me superaba y todavía no había conseguido sentirme segura para entablar una relación por más superficial que esta fuera.

Las pocas veces que Antonio —su novio— nos encontraba juntas en casa, yo me quedaba el mínimo tiempo posible con ellos para no parecer maleducada y luego huía al cuarto o a la cocina para dejarles a solas en la sala. Me daban un poco de envidia las demostraciones de cariño, aunque no pensara en ello. Sentía un poco de celos también de que ella fuera tan bella y algo de miedo de que para mí quedara la soledad eterna.

Hasta que un día, al irme para la cocina, se me dio por girar y descubrí que Antonio estaba mirando mis piernas. No sé por qué me asusté. Luego, en la soledad del cuarto, la sorpresa que sentía fue reemplazada por satisfacción: tal vez, Antonio miraba mis piernas porque le parecían bonitas, tal vez, siempre las había mirado y yo no me había dado cuenta. Decidí probar mi teoría y la siguiente vez que nos encontramos me senté unos minutos en el sillón, frente a ellos en la sala. Sí, Antonio miraba mis piernas cada vez que yo las cruzaba y, si mi percepción no me engañaba, en esos ojos había deseo. Divertida y excitada con la situación, repetí el experimento varias veces con el gozo de que diera resultados: sus ojos iban del ruedo de mi pollera al borde de mi escote sin que Eva se diera cuenta, quizá, segura de que yo era inofensiva y de su propia superioridad.

Para mí, era un juego que no iría más allá. Ni siquiera sopesé que podía alguna vez ir más allá. Estimulaba mis sentidos y me ayudaba a fantasear para apagar mis ardores en soledad bajo las sábanas, pero no pensé que podía convertirse en otra cosa. Hasta que una tarde Antonio vino cuando Eva no estaba. Abrí la puerta y le anuncié la ausencia de Eva —que él ya conocía—. Por única respuesta, dio un paso al frente entrando en la sala y cerró la puerta. Me quedé paralizada sospechando que el juego había ido muy lejos, pero sin saber qué hacer.

Antonio tomó la iniciativa: puso sus manos en mis hombros y me llevó hasta el sillón. Sus brazos eran fuertes y yo estaba como tonta; fue empujándome hasta que quedé arrodillada sobre los almohadones, con las manos apoyadas en el respaldar. Él estaba tras de mí. Me invadían sensaciones confusas: no quería verlo, pero quería que me tocara; no quería que avanzase, pero a la vez la sangre me hervía y el sudor me mojaba como si el deseo hubiese prevalecido sobre el sentido común. Afirmé los codos en el respaldo, cerré los ojos y pude sentir como me levantaba la pollera y la enrollaba por encima de mi cintura. Sus dedos apenas rozaron mi piel mientras me bajaba la bombacha hasta las rodillas.

Mi cuerpo estaba tenso y los pensamientos se arremolinaban dentro de mi cabeza. Sabía que eso estaba mal, que el hombre que estaba tras de mí era el que en esa misma sala se hacía arrumacos con mi mejor amiga, pero no podía resistirme. Pensé que el juego de seducción en el que me había metido se me había ido de las manos, había tendido un puente entre nosotros que no se podría destruir tan fácilmente. Tuve la visión de Eva abandonada a las caricias de Antonio en la misma postura en que estábamos en ese momento. Fue una imagen que me resultó turbadora… Sentí la mano de Antonio tanteando mi vulva en busca del clítoris. Su voz flotaba en el aire enredándose con hebras de su perfume. Los masajes de amante experto que me daba Antonio, sumados a la fiebre que en secreto había alimentado en los últimos días con mis fantasías, me arrancaron gemidos que fugaron de mi boca como soplidos hasta que creí que iba a levitar. Entonces me sorbió centímetro a centímetro. Los labios de mi vagina se estiraban entre los labios de su boca y su lengua me lamía cada pliegue. De pronto dejó de hacerlo y me aterró que fuera a dejarme así, ridícula sobre el respaldar del sillón. Abrí los ojos y lo miré de soslayo: estaba inclinado, desabrochándose los pantalones. Seguí en la misma posición y cerré los ojos. Sentí su pene, más grande de lo que había imaginado, frotándose contra mi humedad. Una de sus manos apretó mi nalga y la otra se introdujo entre mis cabellos, masajeando mi nuca. Su cuerpo me cubría con su peso y su calor. Y al fin, sentí que se metía dentro mío adivinando que era eso lo que más temía y, a la vez, lo que mi cuerpo ansiaba con desesperación. Susurró en mi oído las frases que venía diciendo, resaltando aquello que más le gustaba de mí. La pasión me desbordaba a medida que él se removía y entraba y salía de mí lentamente. Todo Antonio estaba metido en mi cuerpo y en mi alma. Hasta que dentro de mí saltó en pedazos una burbuja, fragmentándose y quebrándome el cuerpo en dos. Se movió un poco más y sentí que palpitaba en mi vientre y sus dedos dejaban de aferrarme con vehemencia. Yo continuaba con medio cuerpo echado sobre el respaldar. Se puso en pie y me atrajo hacia él, me tomó entre sus brazos y me besó en la boca, larga y profundamente. Era el primer beso que me daba. Muy cariñosamente, pidió que no le comentara nada a Eva. Y se marchó.

Cuando Eva regresó, creí que no podría ocultar que acababa de traicionarla. Pero me sorprendí de mí misma al comprobar que me era fácil fingir normalidad. Incluso cuando, tiempo después, Eva llegó algo afligida a contarme que sospechaba la existencia de “otra” en la vida de su novio.

Antonio y yo volvimos a hacernos el amor muchas veces, cuando Eva estaba en clases y podíamos estallar de placer en cualquier parte del apartamento, lamiéndonos y tocándonos, mirándonos a los ojos y oyéndonos gritar de gozo mutuamente.

Hasta que, un día, Eva llegó a casa con el corazón hecho trizas porque él la había dejado: estaba enamorado de otra. Yo la consolé como buena amiga, guardando mi propia pena para desahogarla en soledad, sin decirle que, lamentablemente, la “otra” no era yo y que mi corazón estaba tan roto como el de ella.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *