La Invitación
Lucía miró el sobre con ribetes dorados, lo tomó en sus manos y volvió a dejarlo en la mesa por enésima vez. La mezcla de soledad, frustración y abandono eran cada vez más grandes. Si Ricardo estuviera, al menos podría desahogarse enfadándose.
“—Debo quedarme este fin de semana para cerrar un trato, mi amor, es un cliente muy importante. El lunes estaré en casa por la mañana. —Haz lo que quieras. Pero ésta salida la habíamos planificado hace un mes… —Lo hablaremos en casa amor, ahora debo colgar.”
Luego la charla con Gabriela, su mejor amiga, y aquella invitación:
«—¿Y tú crees que son sólo juntas de negocios? Ven conmigo. Será nuestro secreto.” Tras vanos intentos de excusas esgrimió: “—Es muy lejos, no podría volver antes del lunes. —¡Ja, ja! Ni loca pienso manejar. Un “amigo” nos llevará en su jet privado ida y de vuelta. Lucía, te hará bien despejarte un poco. Además no estarás obligada a hacer nada que no quieras, te dejo la invitación y tienes hasta mañana a la tarde para confirmar.»
Se preguntaba cómo pudo mandar el mensaje confirmando, cómo pudo subir al Jet, cómo podía bromear y charlar de nada, se preguntaba muchas cosas en realidad. Se preguntaba si se sorprendería y saldría corriendo.
Al llegar al aeropuerto de destino una limusina esperaba a las pasajeras. En total eran tres, Gabriela, ella y Marissa una conocida de Gabriela de aquel círculo. Subieron sus equipajes y continuaron la marcha.
Llegaron a destino casi al terminar las últimas luces del día, era al parecer, por lo que podía observar a través de los oscuros vidrios de la limusina, una gran mansión con extensos jardines. Minutos antes de llegar, Gabriela le dio una máscara como las del teatro griego. Gabriela eligió una máscara blanca de rasgos femeninos inexpresivos y Marissa eligió una de geisha.
—Son las reglas, sin rostros y sin nombres. —Y agregó unas instrucciones más antes de bajar del auto. Al llegar a la entrada un mayordomo, también con la cara cubierta las acompañó al vestíbulo donde les pidió cortésmente la ropa que no usarían en el recinto.
—Me olvide de decirte, solo puedes ingresar con la en ropa interior o desnuda.
—Menudo detalle omitiste… —susurró Lucía lanzándole una mirada de esas a Gabriela. Ella, al verla titubear, tranquilizó: —Si sientes que no serás capaz de seguir, puedes pedir a la limusina que te lleve al hotel a pasar la noche. Nadie te reclamará nada, eres mi amiga y siempre te apoyaré en todo.
—No. está bien. —Dijo ella para sí misma, ya había acallado sus sentimientos de culpa, apagado el móvil, mentido a la niñera y una mancha más a estas alturas poco haría. —Pero usaré ropa interior. —Agregó decidida.
Mientras se desvestía observó a sus amigas de soslayo: El cuerpo de Gabriela era escultural, alto, cincelado por los mejores cirujanos plásticos que podía pagar el dinero y su rostro era de facciones redondeadas, frente amplia y ojos azules. Su belleza contrastaba con la de su amiga Marissa, ambas rubias aunque la segunda de rostro más anguloso y ojos pardos. Ambas ingresaron completamente desnudas no sin antes acariciarse mutuamente y besarse durante largo rato, “para entrar en calor”, según Marissa. Invitaron a Lucía a aquellos juegos pero se rehusó cortésmente. Antes de marcharse, Gabriela volvió sobre sus pasos y besó tiernamente a Lucía en sus labios, mordiéndolos suavemente mientras retiraba su boca.
—Es para la suerte. —Dijo ella. Y se perdió tras una pesada cortina rojovino. Lucía eligió vestir para ingresar un conjunto en color negro con detalles transparentes. Un brasier con push up y una tanga less de encaje con bordados. Ella era de pelo castaño a negro, a diferencia de sus amigas, pero la naturaleza le había dado dones que le hicieron innecesarias muchas cirugías. Era de mediana estatura aunque tan elegante al caminar que incluso en aquel lugar muchos voltearon cuando pasó a su lado.
De nada le valieron la preparación de Gabriela para lo que encontró detrás de aquella cortina. Si bien algo la había encendido los besos lésbicos de su amiga, sus sentidos quedaron exacerbados de inmediato. Había música de fondo que ignoraba de dónde salía o de qué tipo era. A la derecha de la entrada había una mesa enorme atendida por un sirviente con máscara, donde podía hallar comidas afrodisíacas, estimulantes, bebidas energéticas, alcohólicas, agua, preservativos, cinturones sodomizantes, látigos y cientos de artilugios a disposición de quien lo necesitara. Luego, hacia adelante un pasillo largo que se dividía en numerosas habitaciones. Después se daría cuenta que había más de estas mesas en cada recinto, todas atendidas por un sirviente enmascarado.
Aceptó una copa de champagne y caminó lentamente hasta la primera puerta. Vio a tres hombres cada uno con una máscara diferente brindando placer a una mujer de tez morena la cual gemía en total descontrol de aquellos excesos. Uno de ellos volteó a verla y la invitó con un ademán a lo que ella respondió moviendo negativamente la cabeza un poco atemorizada. Salió presurosa de allí y continuó caminando.
Pudo encontrar a Gabriela ya jugando con Melissa y otro caballero, recostados en una gran cama de sábanas rojas. Cada una encargándose de brindarle un placer diferente; detrás de ellos había una pareja que observaba mientras se daba caricias eróticas. Un sirviente enmascarado la distrajo al obsequiarle otra bebida y decidió salir de allí y seguir el recorrido.
En otro sitio había mucha más gente, era una gran sala de estar con sofás y amplias sillas distribuidos circularmente. No pudo precisar cuánta gente había; solo un movimiento de cuerpos, rítmico, continuo, acompañado de quejidos, exclamaciones y pequeños alaridos.
A veces una mano se apoyaba en su hombro y ella se limitaba a levantarla y hacerla a un lado: la seña para indicar que no quería compañía. Su cuerpo bombeaba sangre a sus zonas erógenas a raudales. Pero seguía incapaz de moverse. Estuvo largo rato de pie anonadada con aquella vista. A tal punto, que pudo ver parejas que intercambiaban su hombre o su mujer por otro compañero sin importar el sexo, mujeres que buscaban otras mujeres por primera vez, hombres que exploraban aspectos escondidos de su sexualidad con otros hombres. Los vio en todas las posturas imaginables; en pareja o grupos de tres, cuatro o cinco. Una marea de cuerpos retorciéndose, brazos y piernas entrelazados en movimientos rítmicos o serpenteantes. A veces con las máscaras apenas corridas, cuando de brindar placer oral se trataba.
Revisó toda la estancia y cada habitación o sala era tan o más alucinante que la anterior; sádicos, masoquistas, góticos, tántricos… todas le llamaban la atención pero no podía decidirse con ninguna.
Por último dio a un cuarto en semipenumbras donde había varias parejas sobre una cama circular de sábanas negras. Pero lo que le llamó la atención fue que en un extremo había un hombre alejado que solo observaba con un vaso de licor en la mano. Era de hombros anchos, podía ver su pelo en el pecho, no demasiado abundante, como a ella le gustaba; la máscara que lo cubría era un rostro de ángel. Llevaba unos boxers negros que en medio de tanta ausencia de vestimentas causaba excitación, a tal punto que fue acercándose gradualmente a él mirándolo fijamente. Él, al cabo de un tiempo, se percató de su presencia y no desvió la mirada ni una sola vez. El corazón de Lucía latía a mil por horas, sabía lo que estaba haciendo y no se podía detener. Era como una polilla que al ver la llama de una vela y aún consciente de su inminente muerte continúa su vuelo en espiral hasta su conflagración. Al llegar a él trató de recordar las palabras de Gabriela pero todo estaba confuso: “Si quieres algo con alguien te acercas despacio a él (o ella) —dijo sonriendo— para darle tiempo a que te mire, pon tu mano en su pecho, si te devuelve el gesto poniendo su mano en el muslo o en tu hombro, haz lo que quieras”. Alzó su mano derecha y su palma sintió un corazón que latía acelerado, una conexión única y espontánea, que solo ocurre uno en un millón. Él le devolvió el saludo, acariciando su muslo pero también puso la mano izquierda en su pecho, y comenzó a acariciarle el contorno de su brasier. Ella sintió como la mano derecha del extraño subió hasta su espalda y en un instante de jugar con los dedos se deshizo de aquella prenda. Sus pechos quedaron al descubierto y sin pudor percibió como eran acariciados con la yema de aquellos dedos. Ella lo desnudó por completo y ladeando un poco su máscara se hizo dueña de aquel juego con un ansia incomprensible. Pasó minutos enteros dedicada a la tarea de brindarle placer a aquel extraño hasta que sus fuertes brazos la levantaron y la llevaron a un sector de la enorme cama aún desocupado. Bajó hasta su entrepierna y le sacó muy lentamente su tanga no sin antes acariciar sus muslos, rozar con su lengua sus pechos y su vientre hasta desembocar en su pubis y devolverle los favores recibidos por largo tiempo, ella paulatinamente fue encendiéndose completa y alcanzó su primer clímax en aquellos labios.
Como si fuera una señal, el extraño se cubrió el rostro de nuevo y con mucha calma ingresó en su cuerpo, ella (que no era de gritar a la hora del placer), no pudo evitar que sus gemidos se hicieran más altos hasta convertirse en verdaderos clamores de éxtasis. Y allí rodeada de una marea de cuerpos vivientes y excitados, se entregó con algo más que su cuerpo a un hombre sin rostro que la hizo suya muchas veces. Sintió su semilla entrar en su cuerpo varias veces y en su locura de placer nada le importaba. Las parejas cambiaron muchas veces a su alrededor, rechazaron varias manos que se ofrecían a uno y a otro; y pasaron allí toda la noche, experimentando todas las posturas de placer posibles, siempre sin mediar palabra. Cuando lo necesitaba, un sirviente le acercaba una bebida. La cama se fue vaciando y al final quedaron ellos solos; acostados, abrazados, dormitando ella apoyando la cabeza en su pecho. y el acariciando su cabellera. Hasta que llegó Gabriela, que la reconoció por el prendedor de su cabello y con señas le indicó que ya era hora de marchar. Ella quiso sacarle la máscara y darle un beso en los labios, preguntarle su nombre pero una mano la detuvo. Era él, que acarició sus manos en señal de despedida.
En la limusina, aunque Gabriela le pidió detalles, ella se mantuvo callada todo el viaje con cientos de confusos sentimientos en su cabeza. Las descripciones de sus amigas, acerca de la aventura de aquella noche las escuchaba en un segundo plano. Al verla taciturna su amiga comenzó a comentar:
—Me costó encontrarte y vi que la pasaste bien. Tu acompañante era todo un semental. —Lucía asentía en silencio—. Solo te pido que no te sientas mal, la parte más difícil es no relacionarse afectivamente y las primeras veces cuesta. —Lucía decidió dejar de simular su sonrisa al ser comprendida—. Además siempre tienen cuidado los organizadores de evitar la misma concurrencia. Dudo que si vienes de nuevo lo vuelvas a encontrar. Así que mejor guarda el recuerdo de esta noche pero vete olvidando de aquel extraño. —Se limitó a reclinar el hombro en el pecho de su amiga que la reconfortó acariciando su cabello.
Mientras bajaban del Jet, Gabriela la abrazó y se despidió de ella y de Melissa que estaba más dormida que despierta:
—¿Estás bien Lucía? ¿Podrás manejar lo ocurrido? —Le preguntó desde lejos.
—Sí. —Asintió ella. —Gracias por preocuparte. —Y se subió a su carro.
Al llegar a su casa lo primero que le sorprendió fue ver el coche de Ricardo en la puerta. Un ataque de pánico le entró, ya que era domingo. Aún no estaba lista para verlo. Necesitaba pensar en lo ocurrido, en las consecuencias y ahora debía concentrarse en inventar en una excusa, en mentir, en engañar… Al abrir la puerta el panorama fue realmente sorprendente y perturbador. Su marido estaba esperando de espaldas a la puerta y de pie, en la sala principal, en completo silencio, ella intentó balbucear un saludo, más le fue imposible. Se acercó paso a paso con un nudo en la garganta, en principio, se decía no había nada que sospechar, salvo que hubiera llegado a medianoche…
Luego todos sus intentos de excusas se esfumaron cuando él se dio la vuelta llevando puesta en su cara una máscara de ángel que ella reconoció muy bien. Emociones opuestas le sacudieron la cabeza: Engaño, pero a la vez alivio, quería que se marchara de allí o escapar salir corriendo y refugiarse en el pecho de aquel extraño, el de la noche anterior. Y fue entonces que el tiempo se detuvo. Tiró la cartera que aún cargaba al piso. Y pensó sin pensar, si se puede hacer eso; que después podrían venir los reproches, las discusiones y la toma de decisiones difíciles. Ella camino hasta su marido y puso la palma de su mano en su pecho esperando en silencio. Pero esta vez con la otra mano, le quitó la máscara, rostro a rostro, siempre en silencio. Él, titubeando al principio, y con seguridad después, le puso suavemente su diestra en el muslo y se fundieron en un beso.
Antonio Alejandro Galland
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