A pesar de ser noviembre, la mañana había amanecido luminosa y con buena temperatura: aunque era una hora temprana, hacía calor. El sol calentaba con fuerza y presagiaba un precioso día de otoño.
La caminata había sido larga e intensa y, como casi todos los días, paró un poco en su rincón preferido a disfrutar de las vistas mientras descansaba. Estaba sudando y tuvo una idea. Comprobó que no había nadie alrededor y decidió darse un baño. Bajó hasta las rocas y se despojó de su ropa dejándola al abrigo de miradas y de las olas.
El contraste de su piel con el agua fresca le provocó un escalofrío momentáneo. Se sumergió y nadó un poco de espaldas a la orilla. La sensación era muy placentera: ella, el mar y el sol en una armonía casi perfecta.
Al intentar emerger, vio a un hombre sentado en una roca. No le conocía pero parecía estar esperándola. Dudó si salir o no y determinó hacerlo con toda naturalidad. A fin de cuentas, no pasaba nada por estar desnuda.
Fue hacia el lugar donde había dejado la ropa y sus miradas se cruzaron. Luego, los ojos del hombre recorrieron su cuerpo de arriba abajo. Un pequeño roce al pasar por su lado, unido a la inquietante mirada del segundo anterior, le causó una descarga eléctrica por su columna vertebral. Y se dejó llevar por su instinto…
Se dio la vuelta y, primero con timidez, luego con determinación, empezó a acariciar con manos y labios la espalda del hombre. Tenía una piel tan tersa y firme que provocaba calor en las yemas de sus dedos. El desconocido se dejaba hacer, casi impasible, aunque ella podía comprobar cómo la virilidad de aquel hombre iba creciendo cuando sus manos recorrían sus nalgas y la parte interna de los muslos. El cuerpo de la mujer se estremecía, sus pezones se endurecían y sus huecos se iban humedeciendo. Frotó su pecho contra el dorso masculino y se dio la vuelta para buscar ese beso caliente y empapado en deseo que llevaba un rato ansiando. A partir de ahí, el hombre empezó a actuar. Su lengua inició un recorrido ávido por todo el cuerpo de la mujer que temblaba cada vez que recibía el suave chupeteo: su cuello, sus pechos, su vientre… hasta llegar a esa hendidura que, caliente, le esperaba.
El placer era inmenso, no sólo por la habilidad del hombre sino por lo morbosa de la situación. Había dejado de importarle la posibilidad de miradas extrañas, es más, deseaba que las hubiera y que cualquier otra persona que pasara por allí pudiera disfrutar de la visión. Con un gesto, el hombre se incorporó y dejó entrever por su ropa un pene erecto que ella deseó descubrir y lamer. Suavemente, le bajó el bañador y comenzó a succionar y a pasar su lengua por la punta caliente y acuosa del magnífico miembro que estaba ante ella. El hombre temblaba y gemía silenciosamente. Apenas unos minutos antes de llegar al orgasmo, fueron hacia la orilla del mar y tendidos sobre el agua, ayudados por el vaivén de las olas, sus cuerpos bailaron la maravillosa danza del sexo hasta quedar exhaustos.
Siguieron unos instantes de desconcierto. No se conocían, no se habían visto antes, no sabían ni sus nombres. Tras un beso, ella se incorporó y, con una sonrisa traviesa, dijo “Me llamo Elsa y ha sido todo un placer”. Recogió su ropa y se marchó sin mirar atrás. De vuelta a casa, durante el desayuno, le contaría la aventura a su marido.
Seudónimo: Sombra Azul
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